Grafton Tanner reclama el derecho a nuestra nostalgia, demasiadas veces arrebatada por el porsiemprismo que quiere hacer el pasado presente a cualquier precio. La nostalgia, en cambio, es capaz de distanciarnos críticamente de las promesas de un sistema que no quiere ningún futuro para nosotros.
Steen Knudsen. 31 de mayo de 2024.
Es viernes por la noche, después de cenar. Te sientas en el sofá, enciendes la televisión y aparecen, ante ti, Jordi Sánchez y Joel Joan en un bar. Tú, que has sido fan de Plats Bruts desde la más tierna infancia, pones los ojos como platos: ¡por fin ha llegado el spin-off de la serie que tanto esperábamos! Pero la alegría dura pocos minutos. Te das cuenta de la conversación forzada, de los rostros incómodos, del decorado artificial. Claro, ¡se trata de la gala de los 40 años de TV3! No sabes por qué, pero te invade una sensación agridulce, de extrañeza, de malestar. ¿Quizás es nostalgia? Si Grafton Tanner tiene razón, este sentimiento tiene más que ver con la situación fantasmal de la que has sido espectador que con el «¡Que vuelva Plats Bruts!» que tantas veces has comentado en Twitter.
El orden del discurso nostálgico
Grafton Tanner es un escritor y académico estadounidense que ha disfrutado de una reciente popularidad en los estudios culturales. Publicó su primer ensayo sobre el vaporwave en 2016, aunque su interés por la nostalgia comenzaría en 2020, con la publicación de The Circle of the Snake, y se consolidaría en su obra más ambiciosa hasta el momento, Las horas han perdido el reloj (2021), traducida el año pasado por Tigre de Paper. Hace unos meses, sin embargo, apareció el tercer integrante de esta trilogía, Foreverism, un libro donde Tanner se dedica a resolver muchas de las preguntas abiertas anteriormente y lanza un proceso de reconceptualización que seguramente influirá profundamente en el debate actual. Nunca es fácil el primer esfuerzo por traducir nuevos conceptos filosóficos, y en este país a menudo llegamos tarde.
En Porsiemprismo, el autor define la nostalgia como una emoción «que puede ayudar a generar y reinterpretar la memoria», y la contrapone a la ideología moderna del progreso moral. Está claro que esta es una descripción con implicaciones políticas concretas que la alejan de su definición original. La palabra «nostalgia» fue acuñada por primera vez en 1688, cuando un joven suizo, Johannes Hofer, al presentar su tesis doctoral, definió como enfermedad un fenómeno que ya llevaba algunas décadas preocupando a los hombres de letras europeos: la propensión de los suizos expatriados a caer presos de una profunda melancolía al recordar su tierra natal, que afectaba su imaginación y los ensimismaba hasta poner en peligro su vida.
Tanner recupera esta «medicalización de la nostalgia», es decir, este discurso médico que, mezclado posteriormente con concepciones del atavismo y el darwinismo social, se transformó en un nuevo discurso político y social contra minorías culturales e identidades no hegemónicas, que enmarcaba el sentimiento nostálgico como un rasgo primitivo a superar. El autor llama «discursos positivistas sobre la nostalgia» a todos aquellos discursos jurídico-médicos que la contraponían al progreso civilizador y condenaban su inquietante habilidad para abstraer a las personas de su temporalidad presente —el tiempo del trabajo, la producción y el capital. Sin embargo, después de las guerras mundiales, el discurso médico sobre la nostalgia perderá fuerza, y el discurso positivista se convertirá rápidamente en un incómodo residuo del pasado, lo que hará que la nostalgia se convierta en una mera mercancía de consumo.
No obstante, Tanner no está de acuerdo con una narración que tenga como consecuencia una ideología subyacente de «progreso» en la nostalgia: primero como enfermedad, luego como trastorno peligroso, hasta convertirse en un objeto de consumo. El autor observa en esta estructura el mismo objetivo del «discurso positivista»: hacernos creer que la nostalgia ya no es lo que era antes. Y no es que la nostalgia haya desaparecido de nuestras vidas, ciertamente, sino que se encuentra actualmente en lucha permanente con un nuevo discurso que quiere anularla: el porsiemprismo.
Porsiemprismo: cuando encontramos que nada nos falta, no echamos nada de menos
Tanner llama porsiemprismo a un determinado discurso, dominante en la cultura y la política contemporáneas, que mantiene el pasado presente perpetuamente, de manera que da la impresión de que nuestra sociedad se encuentra todo el tiempo mirando al pasado, nostálgica. El autor se reapropia de este término creado por varias webs de marketing digital que proponían, hace una década, un «modo beta permanente» para toda mercancía: la actualización constante, las conversaciones nunca acabadas, los productos nunca finalizados. El porsiemprismo nos proporciona un pasado disfrazado de presente; como el discurso positivista, pretende eliminar la nostalgia, pero esta vez no desde la estrategia disciplinaria, sino desde la ilusión del libre consumo. Nos obliga a creer que el boom de contenido «pasado» que inunda nuestras pantallas es consecuencia de nuestro deseo nostálgico cuando, sospecha el autor, quizás no es así. Más bien, todo apunta a una certeza ineludible: Occidente no ha llegado nunca a una convivencia tranquila con la nostalgia, y sigue angustiado por su existencia como en siglos pasados.
La preocupación ya no es preservar (solo podemos hacerlo con lo muerto) o restaurar (un proceso que nunca acaba): se quiere porsiemprizar al mundo. Para este objetivo se sirve de varias estrategias: una de ellas, por ejemplo, es la accesibilidad continua, ya sea a nuestras fotografías en un servicio de almacenamiento en la nube, ya sea a todo el catálogo de una plataforma de streaming. Otra es la remasterización de documentos audiovisuales con IA: eliminar toda «la estética de la decadencia», la pátina benjaminiana —colorear las imágenes, eliminar el crepitar del sonido, «higienizar» el resultado final como si hubiera sido grabado con las mejores técnicas de nuestro tiempo. Pero hay verdades, como escribe Tanner, que «solo pueden ser descubiertas interactuando con la idiosincrasia de los objetos»: todo medio se encuentra históricamente contextualizado, y las remasterizaciones solo crean una simulación de un pasado auténtico. La limpieza de toda honestidad de la transmisión crea un registro de presente con «características» del pasado, pero no un registro del pasado mismo, que más que acercarse, se aleja.
La excepcionalidad política y la persistencia narrativa
La estrategia de porsiemprismo por antonomasia es la «narración constante»: que toda película pueda convertirse en una franquicia, que toda serie pueda continuar indefinidamente, en definitiva, que todo producto audiovisual pueda convertirse en «contenido», que «se consume fácilmente pero también se olvida rápidamente», para dar paso a la nueva secuela. Según Tanner, se trata de imitar la infantil experiencia de la infinitud y reproducir en la ficción audiovisual la ilusión de progreso que el sistema ya no es capaz de transmitir. Para la industria cultural, se trata de un negocio redondo: ya no existe el riesgo de producir fracasos de audiencia, y el hecho de que una franquicia nunca desaparezca de escaparates y escenarios despierta en el público la sensación de que no necesita acabar nunca, ya que nunca se hará una mejor. Los críticos dicen que nos hemos vuelto nostálgicos, pero ¿cómo sentir nostalgia por un objeto que nunca sabremos cuándo estará lo suficientemente finalizado como para suscitarla?
Esta persistencia también moldea la subjetividad contemporánea. A la biopolítica de la excepcionalidad permanente —que Tanner resume en la expresión «No es cuestión de si o no, sino de cuándo»— se suma la subjetividad porsiemprista: estar todo el tiempo alerta, no perderse nunca nada, siempre mejorando y adaptándose. El mundo porsiemprizado, a pesar de ser cada vez más consciente de su finitud material, parece extenderse sin final, y esto provoca que sea muy cansado vivir en él; siempre queda trabajo por hacer. El individuo nostálgico, en el pasado objeto de corrección por no haber podido adoptar la identidad progresista que predicaba la Ilustración, sometido a terapias médicas y medidas punitivas, aún existe en la sociedad porsiemprista. Sin embargo, ahora es sujetado a una terapéutica de mercado: mediante el consumo de pasados porsiemprizados, es inscrito en patrones emocionales de añoranza, y estos pasados, paradójicamente, cuanto más eternizados en su presente, más inaccesibles le parecen. Ahora bien, de la misma manera que Gilles Deleuze predicaba el paso de la sociedad disciplinaria a la sociedad de control, también hemos pasado del disciplinamiento al control de la nostalgia. Si el objetivo nostálgico de restaurar el pasado genera trabajo para el sistema capitalista, entonces es permitido y alentado. Si no es así, entonces se desea al sujeto amnésico, demasiado inmerso en el presente para recordar su pasado.
La energía nostálgica y la restauración política
Así pues, todo este trabajo de Tanner podría parecer una disquisición cultural más sobre el capitalismo tardío. Pero toda esta labor teórica tiene una aplicación clara: entender de qué manera el discurso del porsiemprismo cultural se relaciona con la supuesta «política nostálgica». El renacimiento de la política reaccionaria en la última década no es accidental: su catalizador han sido poderes fácticos que nos vendieron la idea de un presente perdido irremediablemente y señalaron una serie de elementos como culpables: la teoría queer, los inmigrantes del Sur global, el movimiento woke, etc. Aquí radica, por tanto, la importancia del pensamiento de Tanner: nos da herramientas para dudar de la parte «nostálgica» de esta política. Ciertamente, se trata de una serie de dispositivos que explotan las energías de los sujetos nostálgicos, pero su estrategia se parece sospechosamente al porsiemprismo: se trata de dar el pasado por perdido, sugerir que tu plataforma política es la solución para restaurarlo para siempre y luego poner al público a trabajar en ello, a invertir toda su energía emocional. Trump quiere hacer presente el pasado americano, así que no pretende que sus votantes puedan echarlo de menos, porque porsiemprizar el pasado inhibe toda nostalgia.
La nostalgia per se no es productiva: aísla al sujeto, lo deja inoperante; el capitalismo necesita que produzca y consuma. La política reaccionaria moviliza a los individuos para restaurar el pasado, para producir, trabajar y no quedarse quietos. Pero el pasado es tan difícil de restaurar, ¡y aún más de porsiemprizar! El esfuerzo y el tiempo malgastados se convierten entonces en rabia y frustración, ya que el presente se ha vuelto invivible, nos han alejado el pasado, y el futuro-pasado prometido nunca llegará.
Según Tanner, debemos empezar a entender que discursos porsiempristas como los de Trump quieren suprimir la nostalgia y tantas otras emociones que amenazan la reproducción de la opresión capitalista, como lo intentaron antes médicos, psiquiatras y jueces. Porque la nostalgia es capaz de cuestionar los discursos del progreso moral, la idea de que vivimos en el mejor mundo posible. La nostalgia es capaz de distanciarnos de la inmediatez, de comparar expectativas, de recordarnos promesas truncadas. Todo parece indicar, además, que no será fácilmente exterminada: aunque tengamos tanta accesibilidad y revitalización artificial como queramos, nunca podremos «revivir» el pasado, y la posibilidad de echarlo de menos siempre seguirá abierta.
Reapropiarse de la nostalgia es resistir el presente
El porsiemprismo ha reemplazado los antiguos discursos positivistas contra la nostalgia porque se ha convertido en una mejor solución a un problema perdurable del capitalismo: cómo extinguir el anhelo por tiempos pasados mientras se saca beneficio de ello. El porsiemprismo, como expone Tanner, tiene aún la misión de suprimir toda emoción que pueda amenazar el orden de trabajar y producir, incluida la tarea de mantener vivo el pasado en el presente. Cuando nada acaba, cuando todo permanece en el presente, los sentimientos asociados a los finales —sentimientos positivos como la satisfacción o el alivio, pero también tristeza, duelo y nostalgia— mutan hacia la ira y la desesperanza. La trampa del discurso porsiemprista es que promete aliviar estos sentimientos al mismo tiempo que produce otros aún más violentos.
El estadounidense logra ahora desarrollar la tentativa abierta en Las horas han perdido el reloj: reclamar el derecho a nuestra nostalgia. Proponer que quizás es demasiado lo que se atribuye a la «nostalgia», y que la auténtica nostalgia, la nuestra, es mucho menos frecuente. Su propuesta: aprender a vivirla como una emoción más, no eliminarla políticamente ni intentar aliviarla con el consumo. Quizás sentirnos nostálgicos es bueno en una situación determinada, quizás puede proveer de un sentido nuestra comprensión del pasado y el futuro que, de otra manera, perderíamos.
Ahora bien, para reapropiarnos de la nostalgia, hay que volvernos quirúrgicos con el lenguaje y la crítica, separar el trigo de la nostalgia de la paja del porsiemprismo. Esto implica mirar aquel remake de Plats Bruts y preguntarnos si el anhelo por la primera vez que vimos la serie será jamás superado por un spin-off, o por la afición de volver a verla periódicamente en la nueva plataforma porsiemprista de 3Cat. Habrá, pues, que preguntarnos si la nostalgia que sentimos por la serie es deseo de que se convierta en una franquicia que nos dé más y más contenido, o anhelo de restaurar la sociedad y la política tal como eran en su tiempo, o más bien expresión del malestar por todo aquello que aquel pasado no cumplió.
Ahora, con la ayuda del último libro de Tanner, trazar la línea divisoria es más fácil: «nostalgia» será toda aquella experiencia de anhelo profundo por el pasado, mientras que «porsiemprismo» será todo aquel discurso que nos implora revivir el pasado para perpetuar el sistema capitalista y su promesa: que el ahora sea para siempre, y que siempre sea ahora.
Que nada cambie, y que, como escribía Walter Benjamin, el enemigo no pare nunca de vencer.