Ahora que nuestras casas peligran en manos de fondos buitre, ahora que nuestras patrias arden, necesitamos poder hacer dialogar nuestras nostalgias sin reducirlas al programa de Donald Trump o a la música de Bad Bunny
A mediados de enero se popularizaba en las redes un nuevo contenido, con la excusa de una canción del nuevo álbum de Bad Bunny: Debí tirar más fotos nos invitaba a recordar todo aquello que hemos perdido, o que nos es ausente, en un formato de vídeos yuxtapuestos de poca duración. Se trataba, por tanto, de la enésima campaña de marketing de un nuevo producto musical, con sus propios formatos y nuevas coreografías, esta vez con un tinte de añoranza por la tierra natal; lo que los franceses de hace siglos llamarían maladie du pays.
Al mismo tiempo, kilómetros más arriba en el mismo continente, el nuevo presidente americano, Donald Trump, anunciaba que con él comenzaba una nueva «edad de oro» para los Estados Unidos. Deshacía los consensos de la anterior legislatura a golpe de decreto presidencial, y dejaba el campo político preparado para comenzar un mundo nuevo. Para muchos analistas, este mundo se parecía peligrosamente a los fantasmas del pasado más profundo, y cayeron ya las primeras acusaciones: nostalgia, nostalgia, nostalgia.
Es interesante que ambas manifestaciones de este sentimiento hayan aparecido al mismo tiempo, pero se parezcan tan poco. Hace más de veinte años que una exiliada rusa en Boston, Svetlana Boym, escribió El futuro de la nostalgia, probablemente la obra que más ha influido en la comprensión actual de este sentimiento. Boym presentó dos categorías nostálgicas: una de tendencia restauradora y otra reflexiva. La nostalgia restauradora pondría el énfasis en el nostos, el retorno al hogar, y caracterizaría aquellas propuestas que piden una reconstrucción de lo perdido, un resurgir desde la identificación clara y sólida. Esta primera tendencia caracterizaría los renacimientos nacionales, pero, exacerbada, también resultaría muy útil a la extrema derecha. La segunda tendencia, en cambio, sería la nostalgia reflexiva, que ubica el peso en el algia, en la pérdida, en el dolor, en el proceso imperfecto de la rememoración. No se trata, pues, de recuperar una verdad que nos identificaba, sino de perdernos en lo que el paso del tiempo ha ido haciendo: enamorarse de la distancia que nos separa del ideal y que nos permite imaginarlo.
Pensar en dicotomías nos atrae sobre todo porque es cómodo. Aunque la autora restringiese el uso de estas categorías solo como tendencias generales, han acabado transfiguradas en categorías absolutas que llenan de seguridad a los analistas contemporáneos. ¡Parece tan fácil separar las nostalgias virtuosas de las obscenas! Así, sería fácil atribuir al proyecto de Trump una nostalgia de tendencia «restauradora», que enfatiza el again, el retorno a una grandeza perduda. Igualmente, podríamos otorgar sencillamente el título de nostalgia «reflexiva» a los lamentos del cantante puertorriqueño que se duele por su pasado en la isla, y por cómo los cambios socioeconómicos de los últimos años amenazan su identidad.
Algunos dirían que el disco de Bad Bunny solo nos brinda un pastiche de estampas pasadas; en realidad, encontramos un interés, sobre todo, en la idea de casa y su difícil recuerdo. Los críticos de la globalización ya hace décadas que advierten que, en un mundo donde podemos sentirnos en todas partes como en casa, cada vez nos sentimos más a la intemperie. El tiempo pasa y vemos que en nuestro país la metáfora se literaliza. ¿Qué casa es la que la nostalgia anhela entre los pliegues del recuerdo? ¿Cuál es el hogar que se esconde tan lejos, y tan dentro? La añoranza nos obliga a enfrentarnos con lo que toda casa tiene, es decir, sus fantasmas. La nostalgia nos revela las ficciones que nos construyen: el hogar, el origen, el recuerdo.
Parecería, ahora, que un artista millonario que tiene, como mínimo, cinco residencias en dos continentes diferentes, escribe una elegía al hogar perdido. El presidente del país más poderoso del mundo, que ha sido raíz para desarraigados desde hace más de dos siglos, reclama retornarlo al hogar original, reconstruir una casa «más auténtica» —pero lo que quiere decir, en realidad, es «más pequeña». Al mismo tiempo, y si los peores augurios se cumplen, por sus decisiones miles de personas tendrán que dejar sus casas en la Franja de Gaza; en los Estados Unidos, ya hay cientos de exiliados que serán forzados, paradójicamente, a retornar a un país que no les puede ser hogar, sino más hambre y violencia —y que por eso lo abandonaron hace tantos años. ¿Es la nostalgia la que está causando todas estas dramáticas decisiones, como dicen los periodistas, o son, en cambio, estas políticas las que causarán mucha más nostalgia? Como siempre, los nostálgicos no serán los reaccionarios contemporáneos, sino los desposeídos de siempre —de su tierra, de sus vidas y de sus memorias.
Nuestra actualidad niega ya todo discurso que afirme que la historia ha terminado, que el mundo globalizado se ha vuelto homogéneo, que la reflexión, más que la acción, es lo único que nos queda. Contra toda simplificación del debate sobre la nostalgia, hay que defender que no hay una buena y otra mala. Sería demasiado fácil. Hay, en cambio, muchas maneras de imaginar el pasado —en realidad, no se nos permite recordar de otra manera. La nostalgia es solo un relato específico que muestra un malestar hacia el presente, muchas ganas de futuro y una rememoración consciente —e idealizada, ¿por qué no?— de lo que se ha ido dejando atrás. Si continuamos tildando a los reaccionarios de nostálgicos, les regalaremos otro término que necesitamos como nunca: ahora que nuestros hogares peligran en manos de fondos buitre, ahora que nuestras patrias arden o quedan destrozadas por el agua, ahora que nuestros pasados quedan reducidos al cliché, necesitamos como nunca poseer nuestras nostalgias y hacerlas dialogar. No podemos dejar que el discurso de la extrema derecha ni el trend de TikTok dibujen sus límites y contenidos.
Mientras algunos parecen menospreciar la nostalgia, otros continúan imaginando futuros contra nosotros, o sin nosotros. Nos señalan, con la mano alzada, una casa auténtica, pero todos sabemos que una casa es más lo que queríamos que fuese que lo que llegará a ser nunca. Si no reclamamos la nostalgia, perdemos capacidad de crítica hacia nuestro presente. No podremos preguntarnos por los futuros anteriores, ni por las oportunidades perdidas; ni por si nuestras casas, en realidad, han llegado nunca a ser casas de alguien.